Aquí están los cinco relatos preseleccionados. Abrimos el plazo de votación hasta el 23 de noviembre.
1.- Emboscada en Ordesa
Torla, 6,30 de la mañana. El primer autobús espera para llenarse de gente, los primeros que vamos hacia la Pradera de Ordesa para pasar nuestro día de montaña. Mientras, 2 sarrios caminan cerca de la Faja de las Flores, no hay nadie, el paisaje les pertenece. De vez en cuando alzan sus cabezas y saludan en la lejanía a sus hermanos, van tranquilos.
Los 40 primeros visitantes nos desperdigamos dependiendo de la elección tomada. Sólo nosotros nos encaminamos hacia Cotatuero. Pasamos las clavijas cuando el sol comienza a acariciarnos la espalda. No se oyen voces a esas horas. El Circo se nos presenta repleto de lirios, adornando su bonita cascada. Más adelante, y en la lejanía, la Brecha de Rolando nos observa, ¡cuántas veces la habremos atravesado en ambos sentidos!…Comenzamos a visualizar el inicio de la Faja de las Flores. Bonitos Edelweiss nos deleitan la vista. Estamos ya en el corte en la roca, en esa Faja repleta de colores. No oímos a nadie, tan sólo nuestros pasos y el viento que sopla y se cuela por los agujeros de la pared. Echando la vista al camino recorrido, parece mentira que en mitad de semejante mole se haya tallado un sendero.
Pienso en la cantidad de autobuses que habrán llegado a la Pradera de Ordesa, en el barullo que se habrá organizado, en las 1800 personas que hoy van a estar por estas montañas…y me entristece un poco. Somos tan ruidosos, tan avasalladores…
La pareja de sarrios está entrando por el lado de Carriata. De repente, asustados por la gente que comienza a asomarse por allí, aprietan la marcha y se meten en la Faja, despavoridos, en la boca del lobo. No pueden irse hacia otro lado que el camino cortado en la pared, dirigiéndose hacia donde caminamos nosotros. Unos entrando por Carriata, otros desde Cotatuero, y los pobres animales en medio…Los teníamos a medio metro. Pasaron rozándonos. Ojalá consiguiesen lo añorado aquél día de julio, tan sólo poder estar con los suyos, en su entorno, donde nosotros no entramos, allá en los altos riscos de Ordesa.
Bajamos por las clavijas de Carriata rodeados de gente, y mi pensamiento vagaba mucho más alto, con ellos.
2.- Arpea, magia helada
Son muchos los lugares que me transmiten algo especial, pero Arpea me da paz. Este lugar entre los Valles de Aezkoa y Garazi es sinónimo de tranquilidad para mí. Una belleza particular que no se encuentra en ningún otro lugar, un aroma a hierba fresca en primavera y un frio helador en invierno hacen de este rincón un lugar único. Este paraje es el as en la manga que una se guarda para sorprender a amigos, para momentos especiales o simplemente para disfrute personal.
Siempre que voy pienso que me encantaría ver anochecer y amanecer allí. Dormirme bajo el cielo, libre de toda luz artificial plagado de estrellas. Respirar durante horas el aire puro que siempre corre allí; disfrutar de cómo este peina la hierba de todos los prados de acceso imposible y forma un mar de hierba con su singular oleaje, mientras las aves de la zona juegan a ser gaviotas y nos deleitan con sus bailes acrobáticos. Digno de una escena de la película “Fantasía” de Disney.
Por otro lado, envidio a los dueños de la cabaña de pastores que allí se encuentra, rodeada de una regata y muros de piedra que ojalá supiesen hablar, para poder sentarme apoyada en uno de ellos y disfrutar del lugar y vistas mientras me va susurrando las historias de nuestros antepasados. Envidio poder pasar días de invierno allí, al calor del fuego y con una taza de chocolate bien caliente en mis manos, ver cómo nieva a través de la ventana mientras la banda sonora es el chisporroteo de las llamas.
Pero no hay mayor placer que llegar allí en un día que sabes que no te encontrarás con nadie, bien por la dificultad en las vías de acceso a causa de la nieve o el hielo, o bien por las horas y el día. Estas visitas a solas, todavía hacen más especial la estancia en este rincón que te transporta a un mundo sin problemas en el que sólo está permitido soñar y disfrutar.
Os invito a que algún día conozcáis este lugar, en el que bien se podrían haber grabado escenas de “El Señor de los Anillos” y en el cual das sentido a la palabra relax. Y a todos esos incrédulos, os invito a comprobar que la magia existe: Arpea es magia.
3.- Ella quiere cinco minutos, tal vez toda una vida
Sin duda alguna las montañas son y han sido siempre entes femeninos. Los hombres sólo podemos escalarlas pero nunca habrá una montaña con corazón de hombre. Su dulzura, su pureza, su bravura, su crudeza, su imperfección perfecta, su altanería, sus ganas de rasgar el cielo. Las líneas afloran de las paredes y aristas. Su roca me llama como a un toxicómano una ración extra de metadona. Su cima mira hacia mí y yo me hago pequeño de nuevo. Hubiera sido demasiado fácil tratar de tocarla desde su ruta normal. Hubiera sido demasiado fácil llevar un mapa. El Montó, siempre piramidal e imponente recibe mis primeros pasos en un alarde de confianza. Mis únicas herramientas mis pies, mi único compañero un gel sabor tropical.
El ascenso al Montó me trae algo especial. El sendero es perfecto y se eleva desde el río, entre bosques y prados que me devuelven a un estado de consciencia plena, donde las piernas ya no tienen importancia ninguna en cada zancada. La cima es casi mágica. Sus murallas de roca terminan en una delgada arista con pose de gran montaña. Miro al horizonte y otra arista oscura me sacude el corazón. Cuatro picos nos separan. Miro el reloj. No llevo agua, no esperaba alargar tanto el día de hoy. Antes de poder pensarlo más ya estoy en las pedreras que defienden el primero de los picos que forman este cordal. No es extremadamente largo pero me llevará tiempo. Me asomo desde una de las cimas para observar de nuevo la negra roca de la arista que dilata mis pupilas. Retrocedo.
El puerto de la Madera me recibe con un paisaje lunar. La genta ya baja de la cima. Las nubes cada vez más negras amenazan tormenta y la cumbre está casi cubierta. Corro. Voy todo lo deprisa que puedo. Trepo con fuerza cada saliente, cada escalón, cada piedra. El tacto frío recorre la piel de mis manos y creo que no voy a llegar a tiempo. No dejo de mirar alrededor por si las nubes tratan de engullirme. Salto de roca a roca y los últimos pasos entre la niebla me conducen a ella. Se apacigua cuando tocan mis labios su última piedra. Me deja vivir. La envidio.
4.- Una vez más hollar tu cima quiero
Como si la orogénesis hubiese tenido a su disposición las manos del escultor Benlliure y el pincel de Albert Bierstand, aparece estampada la silueta en el cielo de la Peña de Collarada: altiva y caprichosa, con formas rocosas llamativas, con sus roquedales grises, y revoloteada, a veces, por algún quebrantahuesos, en busca de apetitosos huesos de sarrios o de otros animales despeñados.
Hoy me encuentro en el camino llamado de la Trapa, a los pies de Collarada. Y ante la majestuosidad de la montaña, como repetidamente, vuelvo a sentirme un enano; un enano anciano que tiene el deseo de ser capaz de hollar de nuevo su cima.
Así pues, este octogenario se calza sus zapatillas, se viste con ropa térmica, polar e impermeable y echando la mochila al hombro, comienza su andadura. Llegar a la cima en soledad es un reto cabalista que desde hace sesenta años me embruja. Considero que si me cruzo con algún alpinista y descubre los años que cargo a mis espaldas va a preguntarse: ¿a dónde irá este carcamal de viejo aventurero?
Poco a poco y renqueante, voy ascendiendo. Los lapiaces afilados parecen querer destrozar mis pies, pero las suelas de las zapatillas lo evitan. Nada más pasarlos, piso una alfombra de hierba fina en la que pastan ovejas trashumantes. Desde allí parece que puedo acariciar la cima, pero sé que todavía queda un buen trecho. Aún quedan los canchales en el último tramo inclinado y me conciencio que no siendo ya un chaval, en ese lugar, debo andar con sumo cuidado.
Al final, mi gran anhelo se cumple. He llegado a la cima. El día está despejado, sin una mota de polvo que lo enturbie. No hay nadie que me escuche y grito de alegría: “Soy un crack”. Mis ojos gozan con el Balaitús, el Midi d´Ossau, los Picos del Infierno…Collarada, desde su cima, me presenta todos los encantos del Pirineo.
Sopla el viento; un viento que viene y va de una cima a otra, y a él le pregunto dónde habita el grandioso dios de las montañas, porque no cabe duda de que sea un dios excelso y admirable.
5.- Balaitús
El emblemático Balaitus iba a ser mi primer tresmil en solitario. Además lo ascendería por la brecha Latour, que requería varios tramos de escalada. Yo no tenía ningún conocimiento de escalada, más allá de que trepara como un gato. Lo que sí tenía era una poderosa determinación. Pero, ¿cuánta? ¿Y bajo qué circunstancias arrojaría la toalla si llegado el caso viese expuesta mi vida?
Era pleno verano, el último día de julio y el tiempo era magnífico. Por el camino me encontré a un guía que llevaba a un grupo de montañeros. Intenté sondearle. «Difícil. ¿Llevas cuerdas?». Se me hizo un nudo en la garganta. Lo único que llevaba era un casco para salvar los posibles desprendimientos.
Más tarde atravesé un nevero y empezaron a aparecer las primeras dificultades. Decidí seguir mi propia ruta y enfilé un contrafuerte con la idea de probarme. Dos hombres me seguían. Cuando conseguí superarlo, los dos hombres ya habían abandonado y yo mismo me veía ahora incapaz de continuar por aquella peligrosa vía. Descendí una parte y salí al canal. Para entonces, mi voluntad ya era firme y trepaba con la osadía de un inconsciente, ajeno a las clavijas y seguros que me encontraba en la roca, salvando los pasos de escalada con espíritu aventurero. Así, hasta llegar a la cima, cuyas vistas me parecieron asombrosas.
Al descender, me encontré al guía. Se quedó atónito, como si viese una aparición. Le juzgué mal. Su sorpresa obedecía a lo que me esperaba a partir de aquel instante. A los pocos metros, me hallé ante un resalte imposible de superar sin la ayuda de cuerdas. Exploré los alrededores. No había más salida que aquella. Resoplé abatido. Recordaba vagamente haber pasado por allí. ¿Cómo lo había conseguido? Me senté a esperar mientras estudiaba el precipicio. El tiempo pasaba y no me decidía. Me arriesgaba a descolgarme de una altura de cuatro metros, con el riesgo de romperme una pierna o algo peor. Finalmente, aparecieron tres montañeros provistos de cuerdas y pude descender rapelando. Era mi primer rapel.
Regresé contrariado al refugio: había sido imprudente. Nunca más.