No sé qué tienen los bosques que atrapan mi alma. Me gusta entretenerme en los troncos retorcidos y torturados de las hayas trasnochas que, como candelabros naturales, elevan al cielo sus brazos. Los troncos gruesos y nudosos se dejan querer por el musgo, que trepa por su cara norte animado por la humedad. Es esta la que les otorga ese verde brillante que absorbe cada pequeño rayo de sol que se cuela entre las hojas. Cuando el bosque es mixto, juego a identificar especies a cada paso. Aquí un abeto, siempre vestido para la ocasión con sus agujas afiladas; allí un roble de corteza oscura y arrugada, surcada por mil grietas por las que pululan pequeños insectos; más allá, un castaño de grandes hojas y frutos atrincherados en su erizo punzante; los abedules, con su corteza blanca y hojas pequeñas, que parecen murmurar secretos cuando el viento las agita.




Entre ellos camina despacio la niebla, cuyos tirones se cuelgan de las ramas y se enganchan en los helechos entre los que corretean las ardillas, en busca de frutos. Y cuando el bosque clarea, se abre un prado en el centro, vigilado de cerca por cientos de árboles esbeltos, e iluminado con fuerza por el sol, tal vez para compensar la oscuridad del interior del arbolado. Es como si se abriese un remanso secreto, un rincón en el que bailan seres mágicos sobre la hierba fresca.
Son parajes idílicos en los que me siento única, como si mantuviera una conversación privada con la naturaleza, frente a frente y sin ataduras, en total libertad. Es entonces cuando me invade una paz tremenda, una sensación placentera que me obliga a cerrar los ojos por unos segundos, a tomar aire con pausa y profundidad y dejar que todo ese embrujo, esa fuerza, me inunde, entre en mí.


Esa conexión con la naturaleza que siento en bosques como los de San Juan Xar, Irati, Kintoa u Otarrea, también me asalta en otros lugares muy particulares. Los colores exultantes de las rocas de Labetxu destilan fuerza, arremetidos en los huecos y dibujos que el salitre y el viento han tenido a bien tallar en la piedra. La verticalidad de las agujas de Ansabere me obligan a mirar al cielo, a escalar cada grieta mientras los prados pastoriles sujetan mis pasos firmes. La garganta de la voz de Santa Coloma, la hoz del diablo, me enamora con sus recovecos, sus pozas, el verde de las aguas y el gris de la roca, un escenario irreal labrado por el río Egúrzanos.
En este libro, Eduardo Viñuales te propone veinticinco rutas a lugares del Pirineo occidental que ha considerado idílicos. Lo son, sin duda. Para descubrirlos, solo tenemos que caminar, dejarnos llevar, aprender a mirar, a prestar atención a lo que nos rodea, y a disfrutar. La conexión con la naturaleza está asegurada. www.sua.eus
Aquí tienes un aperitivo: