Alex Txikon ya está en casa. Por lo poco que lo conozco, sé que estará pletórico, con la adrenalina aún a tope (un poco más de lo habitual), aunque más tranquilo entre los suyos. Su cabeza subirá de nuevo una y otra vez a esa cima en la que ha sufrido como nunca, ese Manaslu invernal, duro e implacable, que le ha puesto a prueba, que le ha llevado a traspasar límites que ni siquiera él mismo sabía que tenía. Seguro que algún escalofrío recorre aún su cuerpo torturado con el recuerdo del frío intenso, del mal dormir, de la falta de oxígeno, de la falta de agua con la que hidratarse. Acudirá a sus recuerdos el goteo de pasos lento e interminable que le llevó hasta la cumbre, esos pasos que cuenta de uno en uno, despacito, sin perder el hilo para que su cabeza se centré, para asegurarse de que está allí, alerta.
Se colarán en su mente las imágenes de Simone Moro, un amigo, mientras se daba la vuelta y, con la elegancia que solo los grandes pueden tener, se retiraba indispuesto. Seguro que entre las palabras que se cruzaron no faltó ese «la montaña seguirá ahí». No podrá olvidar el efímero momento de la llegada a cumbre junto a sus seis compañeros, los gritos de alegría y la satisfacción; también la falta de oxígeno, el cansancio, las prisas por regresar y la estremecedora sensación de que aún no había acabado, de que el triunfo solo sería completo cuando llegase al campo base.

El corazón de Alex y de sus compañeros se paró unos segundos cuando uno de ellos cayó, unos segundos de tragedia con ínfulas mortales, un momento que a punto estuvo de robarles las pocas fuerzas que les restaban. El alivio posterior aligeró la carga les otorgó esperanza y fuerzas. Y no podrá olvidar su llegada al campo base, cuando parecía que los pulmones iban a salir, literalmente, expulsados por los esfuerzos para respirar y recuperarse. El cuerpo, empeñado en su labor por sobrevivir, no le habrá permitido ni el despilfarro de una lágrima, bastante tenía con las quemaduras en orejas, nariz y lengua; bastante tenía con darle tregua a su agotado corazón, a sus piernas extenuadas. Han sufrido muchísimo, un martirio incomprensible para muchos, una locura inaceptable para otros.
Pero junto a todo lo dicho hay otras sensaciones, inexplicables, imposibles de transmitir. ¿Cómo dar cuenta de la plenitud que te embarga ante la contemplación de un amanecer a esas alturas? ¿Qué palabras expresan la nitidez del aire, la pesadez agradable del silencio, el susurro del aire que levanta chispas de nieve y hielo? ¿Cómo hacer entender que allí arriba, frente a la montaña, te sientes parte de un todo que va mucho más allá de lo que supone ser humano, que te sientes naturaleza pura? No es posible transmitir todo eso con palabras. Tal vez se atreva a intentarlo la mirada, el libro abierto del alma, tiznados los ojos de un brillo especial. Tal vez sea posible en el abrazo intenso en el que se ha fundido con quienes le esperaban en el campo base, con los suyos al llegar a casa. A lo mejor puede intuirse algo en los silencios compartidos con otra persona que haya vivido una experiencia semejante. Y es evidente en su sonrisa, amplia y luminosa, esa que se dibuja en su cara y con la que te conquista cuando te habla de las montañas.
Bienvenido a casa, Alex, ongi etorri!!